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Joseph Ratzinger, el “inquisidor” de Dios

A los 95 años, la Iglesia despide al primer Papa emérito de la historia. Benedicto XVI, el gran protector de la doctrina católica, falleció este sábado 31 de diciembre, en el Vaticano, donde residía desde su renuncia al pontificado en 2013. Bajo su gobierno se creó la diócesis de Oberá, en Misiones.

Por Gustavo Verón (*)

La Congregación para la Doctrina de la Fe (hoy denominada Dicasterio) es el antecedente histórico de la Sagrada Inquisición. Con cambios de nombres maquillados por el curso de los siglos y sus diversos promotores, fue el órgano eclesiástico encargado de  mantener y defender la integridad de la fe, examinar y proscribir errores y falsas doctrinas. A esa exclusiva trinchera perteneció el cardenal Joseph Ratzinger, uno de los más brillantes teólogos que tuvo la Iglesia Católica, lúcido guardián de la doctrina transferida desde los Apóstoles, a través de las Sagradas Escrituras y el Magisterio de la Iglesia. Ya sin los azotes y las hogueras del medioevo, pero con mano firme y carácter de acero, el alemán supo ser el consejero indispensable de Juan Pablo II, desde esa trinchera.

Su pontificado llegó para continuar con la línea trazada por su antecesor a quien él mismo denominó como “el Gran Papa”. Ya como cardenal, había seguido de cerca los inminentes desafíos a los que debía enfrentar la Iglesia en un momento geopolítico clave para el mundo como lo fue la caída del comunismo, y la implantación de un nuevo orden global y cultural, consecuentes de aquel histórico acontecimiento. En el curso del nuevo milenio, su gobierno haría hincapié en uno de sus grandes ejes: el relativismo. “Lo que me llena de estupor no es la incredulidad sino la fe. Lo que me sorprende no es el ateo, sino el cristiano”, solía aseverar.

Ratzinger fue un Papa “luminoso y sereno, apacible y firme”, según algunas de las notas de su personalidad que más destacan sus biógrafos. Teólogo y catequista excepcional, Benedicto XVI dio lo mejor de sí en el ejercicio de su magisterio, en admirable fidelidad creativa hacia el Magisterio de la Iglesia. Además, corroboró su magisterio no sólo con su indiscutible valía intelectual -propias de un auténtico sabio-, sino también con su talante personal y creyente, profundamente religioso, humano y humilde. De hecho, la humildad de Benedicto XVI sobresalió como una de sus grandes virtudes.

Joseph Ratzinger disfrutó de su faceta de teólogo, mucho más que la de Papa, probablemente. Defendía la necesidad de abrirse a un nuevo lenguaje que, partiendo del Evangelio, conectase existencialmente con las inquietudes del hombre concreto contemporáneo. Nadie podría dudar de que el teólogo alemán supo tener siempre los pies sobre la tierra: atender a los desafíos del hoy, con la enseñanza de las tradiciones. En su estudio sobre la Teología de la Historia en San Buenaventura, aparecen ya algunas constantes de su pensamiento: Para Ratzinger, la fe de la Iglesia se debe fundamentar en el mensaje de liberación del Evangelio y en la tradición más primigenia del cristianismo. Liberación y tradición, una combinación siempre retadora para la Iglesia.

Mano firme pero corazón manso, el gran legado del “inquisidor” de Dios, Joseph Ratzinger.

(*)Periodista – Locutor nacional.

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